La primera capa es más bien oscura: el traje. Le hace ser circunspecto,
serio, almidonado, distante y comedido. Así va a su quinario o al pregón,
diríamos que a cualquier acto, por muy informal que sea. No hace comentarios
públicos y es “persona de orden”. Besa las manos sacerdotales y estrecha con
jactancia la de políticos afines y contrarios.
La segunda es una capa de ida y vuelta. No sabemos bien la tendencia del
personaje. Vocifera contra la Iglesia y la clase política, a unos porque le han
prohibido taladrar el retablo del altar mayor para colgar sus doseles y a otros
porque no le aumentan la subvención que también dan a peñas y carnavaleros.
Aun así, al final se doblega y con un "qué le vamos a hacer" sigue adelante.
La más profunda tiene un tono más claro, también más sucio. El cofrade se
mueve en su ambiente más ufano, rodeado de los suyos y se descubre tal cual es.
Depotrica contra todo y contra todos, no ve nada positivo ni bien, pero, eso
sí, de su casa hermandad hacia afuera, porque para él la perfección tiene
nombre: su cofradía. Cualquiera le dice que su Virgen va mal vestida o que su Señor
tiene mala pinta; se juega uno el físico, aunque, pasados unos meses, acabe
promoviendo el cambio de vestidor o encargando una nueva imagen cristífera. Claro, que todo lo anterior siempre que esté en el grupo dirigente, porque si es opositor en candidatura derrotada no dejará títere con cabeza ni en su propia hermandad.
¿No es verdad que todos somos un poco cebolletas?
¿No es verdad que todos somos un poco cebolletas?