lunes, 19 de marzo de 2012

El Padrino. Más que Cine

Me da por hacer lo mismo que Santiago González: qué mejor homenaje que las palabras de Ignacio Camacho. Lo demás es rehacer lo insuperable.

El Don eterno
Ignacio Camacho. ABC 18/3/12.
EL tiempo pasa igual para todos, pero a unos nos va haciendo más viejos y a otros los convierte en inmortales. En el arte, la inmortalidad se llama clasicismo, y consiste en esa cualidad inmarcesible que ciertas obras poseen para prolongar su vigencia y su emoción más allá de las épocas, de las modas y de los ciclos. No es que siempre sean modernas, sino que se vuelven eternas por la perdurabilidad de sus valores, de sus códigos estéticos y éticos, de su mérito y de su belleza.
Así, cuarenta años después de su estreno, en marzo de 1972, «El Padrino» permanece intacta en su fascinante recorrido metafórico por los complejos y turbios territorios del poder, el dinero y la violencia. La seducción inquietante de esta película perfecta, concebida en un periodo histórico de fecunda liberalidad intelectual y creativa, va mucho más allá de su deslumbrante ejecución material, de su ritmo coral y sinfónico, de su vertiginosa sucesión de claroscuros fotográficos o de la sobrecogedora composición de caracteres lograda por un grupo de actores desatados en todo el rabioso esplendor de su genio interpretativo. También de su inmersión temática en el siempre sugestivo mundo de la Mafia y el crimen organizado, con sus ambiguas liturgias simbólicas y sus paradójicas reglas morales. Lo que la convierte en obra maestra, en un relato universal, en un clásico perenne, es la profundidad abisal de su descarnada exploración, llena de ecos shakespeareanos, a través de los senderos más turbulentos y oscuros de la condición humana.
A través de una afortunada conjunción de talentos, Francis Ford Coppola encontró el modo de filmar una tragedia de dimensiones existenciales salpicadas de elementos de intensa capacidad perturbadora. Un caleidoscopio de pasiones perpetuas que sacuden con su estallido brutal la conciencia del espectador de cualquier tiempo: la traición, la codicia, la crueldad, la venganza, la ambición; todas ellas atravesadas por un concepto primitivo de la justicia y de la lealtad y administradas a través de la sofisticada estrategia de la simulación para extenderse hacia la política, los negocios o las relaciones de familia. «El Padrino» nos gusta y nos conmueve aún no sólo por su asombrosa excelencia narrativa, por el impacto de dramática elegancia de sus escenas de sangre o por esos diálogos biselados de acero como el alma de sus vidriosos protagonistas, sino porque nos lleva directos al abismo de una violenta inmoralidad estructural en la que identificamos con hipnótico espanto las desnudas pautas de conducta que rigen el mecanismo de cualquiera de nuestras respetables sociedades. Y cuando descubrimos una inevitable corriente de simpatía interior por la humanidad ambivalente de Don Corleone o por la fría soledad ejecutiva de su hijo Michael sentimos la amarga certeza de hallarnos a la intemperie del desvarío de nuestra propia conciencia.