
No hay manera, cada vez que miro a mi palio me encuentro con el
manfrotto. No son doce varales, son doce y el manfrotto. Allí está, oscuro,
permanente, esquivo y pertinaz. Se mueve, adelanta, nunca se pierde, siempre
vuelve. Retorna a su sitio tras caminar por encima de cabezas y capirotes. Las
volutas de incienso le envuelven dándole incluso cierta dignidad litúrgica; es
portado con cuidado y esmero, se gira a mirar a mi Virgen, calibra la
distancia, el lugar y el momento, para, de pronto, abrir sus extremidades e
insertarse en el duro asfalto. Y ahí permanece, incólume a las voces del
capataz, campante ante las miradas de los fieles, inmune a los azotes del
incensario. Impávido, sereno, imperturbable; persiste en su misión hasta el
último momento, hasta el golpe final del llamador, incluso aguantará unos
segundos más, hasta que las hojas de acanto del respiradero parezcan enormes
cuchillos afilados, hasta que el aliento de los costaleros se haya convertido
en ciclón, hasta que la túnica del maniguetero se enrede entre sus metales.
Será entonces, y sólo entonces, cuando suene el “click” del disparador y decida
levantar el vuelo, posarse sobre un hombro displicente y mantener el acomodo
siempre delante de mi palio, siempre ante mi Virgen. Capaz seré de presentarle mi
vara nazarena y que, en buena lid, decidan quién se ocupa de preceder a la Señora.